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Cartas desde una soledad
Desde: 7,00 € IVA Inc.
282 páginas
Nunca sabremos quién estaba más solo. No hay máquinas ni dolores que puedan medir la intensidad del sentimiento. Por eso, María Zambrano y José Lezama Lima asumieron sus soledades como un sacramento, trataron de retenerlas y pelearon con ellas en todos los puentes de la vida mientras caminaban hacia la otra ribera. Esa es la proposición que hace el cubano a su querida amiga española. Esa es la decisión de luchar armados con las palabras, el invicto territorio de encuentro de una relación espiritual que descuartizó el señorío del tiempo.
Lo sabemos mejor ahora que ha comenzado a circular el libro Cartas desde una soledad de la escritora Pepita Jiménez Carreras, editado por Verbum. Una obra que soñó María Zambrano después de la muerte de Lezama y en la que cierran el cuarteto de corresponsales el poeta José Angel Valente y María Luisa Bautista, la esposa (prima y sucesora de la madre) del autor de Paradiso.
En esas cartas, escritas con el propósito de dar una noticia, presentar a un amigo, comentar un libro o acompañarse un poco, uno puede conocer la altura de los seres humanos que las firman. Puede identificar las convergencias de los tres grandes escritores que se comunican y tocar la honestidad y la solidaridad que los mueve sin tener en cuenta las circunstancias del momento en el que se han puesto frente a las hojas blancas. Hay pautas y períodos de silencios que tienen también sus elocuencias, pero hasta en las pequeñas catástrofes privadas que se asoman entre las líneas dispuestas a atravesar el mar, se halla un afán de entendimiento, una temperatura que hace esfuerzos por sustituir el contacto físico o la voz humana.
La correspondencia entre la filósofa condenada a vivir fuera de su patria y el poeta destinado a morir en un insilio sin ventanas, muestra a dos intelectuales sometidos a presiones bárbaras que hallan los resplandores de la libertad en emplazamientos complejos.La señora Zambrano, en las luces ajenas y dispersas de la España peregrina; Lezama Lima, en la oscuridad del patio de su casa, en los desfiladeros de su biblioteca, en el laberinto de los mosaicos, donde él se consideraba un peregrino inmóvil.
En el prólogo del libro, el poeta Jorge Luis Arcos dice que las lecturas de las cartas revelan una de las amistades más hermosas e incitantes de la cultura iberoamericana, «un diálogo desde los profundos, los ínferos, las catacumbas, un diálogo desde una jerarquía intelectual pocas veces igualada». Hay una carta firmada en Roma, en 1956, en la que María Zambrano recuerda el día de su llegada a Cuba y su encuentro con el autor de La cantidad hechizada. «En La Habana recobré mis sentidos de niña y la cercanía del misterio, y esos sentires que eran al par del destierro y de la infancia, pues todo niño se siente desterrado. Por eso, quise sentir mi destierro allí, donde se me ha confundido con mi infancia. Gracias por tenerme presente, por no sentirme lejos ni perdida, por saberme de ustedes. De un modo muy verdadero».
Quince años después, el poeta le dice: «Con frecuencia la pienso en su gran soledad, tal vez por la soledad en que yo vivo y muero…También, María, su soledad merece el respeto y la admiración de todos. Una soledad que forma parte de su misterio y del misterio del ángel que la cuida. Usted ha sabido asumir la suprema dignidad, allí donde no hay preguntas ni respuestas».
Pepita Jiménez Carreras ha hecho que se cumpla el sueño de María Zambrano con un trabajo riguroso y mucho respeto por las personas que aparecen en el libro. Ha evitado que los escritores se hicieran pasto de profesores, como le gustaba decir al habanero.
Ha vuelto a unir en una sola soledad la de Pepe Lezama y la de la muchacha de Málaga que desembarcó un domingo en La Habana.Esa tarde, el poeta corrió a su casa de la calle Trocadero y, frente a un vaso de café con leche y unas empanadillas de guayaba, hizo los apuntes para un poema dedicado a María: Vivirla, sentirla llegar como una nube.
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Lo sabemos mejor ahora que ha comenzado a circular el libro Cartas desde una soledad de la escritora Pepita Jiménez Carreras, editado por Verbum. Una obra que soñó María Zambrano después de la muerte de Lezama y en la que cierran el cuarteto de corresponsales el poeta José Angel Valente y María Luisa Bautista, la esposa (prima y sucesora de la madre) del autor de Paradiso.
En esas cartas, escritas con el propósito de dar una noticia, presentar a un amigo, comentar un libro o acompañarse un poco, uno puede conocer la altura de los seres humanos que las firman. Puede identificar las convergencias de los tres grandes escritores que se comunican y tocar la honestidad y la solidaridad que los mueve sin tener en cuenta las circunstancias del momento en el que se han puesto frente a las hojas blancas. Hay pautas y períodos de silencios que tienen también sus elocuencias, pero hasta en las pequeñas catástrofes privadas que se asoman entre las líneas dispuestas a atravesar el mar, se halla un afán de entendimiento, una temperatura que hace esfuerzos por sustituir el contacto físico o la voz humana.
La correspondencia entre la filósofa condenada a vivir fuera de su patria y el poeta destinado a morir en un insilio sin ventanas, muestra a dos intelectuales sometidos a presiones bárbaras que hallan los resplandores de la libertad en emplazamientos complejos.La señora Zambrano, en las luces ajenas y dispersas de la España peregrina; Lezama Lima, en la oscuridad del patio de su casa, en los desfiladeros de su biblioteca, en el laberinto de los mosaicos, donde él se consideraba un peregrino inmóvil.
En el prólogo del libro, el poeta Jorge Luis Arcos dice que las lecturas de las cartas revelan una de las amistades más hermosas e incitantes de la cultura iberoamericana, «un diálogo desde los profundos, los ínferos, las catacumbas, un diálogo desde una jerarquía intelectual pocas veces igualada». Hay una carta firmada en Roma, en 1956, en la que María Zambrano recuerda el día de su llegada a Cuba y su encuentro con el autor de La cantidad hechizada. «En La Habana recobré mis sentidos de niña y la cercanía del misterio, y esos sentires que eran al par del destierro y de la infancia, pues todo niño se siente desterrado. Por eso, quise sentir mi destierro allí, donde se me ha confundido con mi infancia. Gracias por tenerme presente, por no sentirme lejos ni perdida, por saberme de ustedes. De un modo muy verdadero».
Quince años después, el poeta le dice: «Con frecuencia la pienso en su gran soledad, tal vez por la soledad en que yo vivo y muero…También, María, su soledad merece el respeto y la admiración de todos. Una soledad que forma parte de su misterio y del misterio del ángel que la cuida. Usted ha sabido asumir la suprema dignidad, allí donde no hay preguntas ni respuestas».
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Ha vuelto a unir en una sola soledad la de Pepe Lezama y la de la muchacha de Málaga que desembarcó un domingo en La Habana.Esa tarde, el poeta corrió a su casa de la calle Trocadero y, frente a un vaso de café con leche y unas empanadillas de guayaba, hizo los apuntes para un poema dedicado a María: Vivirla, sentirla llegar como una nube.
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