Emilia Pardo Bazán: Cuentos de amor

El blog de literatura «Libros de Cíbola» realiza una reseña del libro «Cuentos de amor». Una recopilación de cuentos de la escritora Emilia Pardo Bazán.

Emilia Pardo Bazán es una de las cuentistas más fecundas que ha producido la literatura de todos los tiempos. Notables por su enorme número, los cuentos de Emilia Pardo Bazán, lo son también por la diversidad de sus temas y motivos. Constituyen un conjunto, cuya riqueza y complejidad hace difícil cualquier intento de clasificación, hasta el punto de que la propia autora, cuando recoge sus cuentos en colecciones, no intenta más que agrupar una serie de cuentos de temas muy variados aparecidos en la prensa hasta un determinado momento.

Estos Cuentos de amor en su primera edición de 1898 reunía un conjunto de textos publicados en fechas inmediatamente anteriores a aquella en El ImparcialEl LiberalBlanco y Negro o que ya habían figurado en otras colecciones como La dama joven y otros cuentos o Arco Iris. Luego, años más tarde, la citada segunda edición, la edición princeps, incorporará nuevos cuentos publicados en La Ilustración Española y Americana o en colecciones como Cuentos escogidos y Cuentos nuevos. Fueron publicados como volumen XVI de sus Obras Completas lanzadas por Editorial Renacimiento.

En el prefacio a Cuentos de amor —que desgraciadamente se omite en esta edición— escribe la autora: «No hay género más amplio y libre que el cuento; no hay, entre los más insignes, cuentista algo fecundo que no explote todas las canteras y filones, empezando por el de su propia fantasía y siguiendo por los variadísimos que le ofrecen las literaturas antiguas y modernas, escritas y orales.» Y en otro lugar: «Ha de ceñirse el cuentista al asunto, encerrar en breve espacio una acción, drama o comedia. Todo elemento extraño le perjudica». No es raro que sea Guy de Maupassant el autor contemporáneo de relatos que más admirara Doña Emilia, un cultivador que se ciñe a las premisas expuestas anteriormente.

Conocí en su vejez a un famoso calaverón que vivía solitario, y al parecer tranquilo, en una soberbia casa, cuidándose mucho y con un criado para cada dedo, porque la fortuna —caprichosa a fuer de mujer, diría algún escritor de esos que están tan seguros del sexo de la fortuna como yo del mosquito que me crucificó esta noche— había dispuesto (sigo refiriéndome a la fortuna) que aquel perdulario derrochase primero su legítima, después la de sus hermanos, que murieron jóvenes, luego la de una tía solterona, y al cabo la de un tío opulento y chocho por su sobrino. Y, por último, volvieron a ponerle a flote el juego u otras granjerías que se ignoran, cuando ya había penetrado en su cabeza la noción de que es bueno conservar algo para los años tristes. Desde que mi calvatrueno (llamábase el Vizconde de Tresmes) llegó a persuadirse de que interesaba a su felicidad no morirse en el hospital, cuidó de su hacienda con la perseverancia del egoísmo, y no hubo capital mejor regido y conservado. Por eso, al tiempo que yo conocí al vizconde -poco antes de que un reuma al corazón se lo llevase al otro barrio- era un viejo rico, y su casa -desmintiendo la opinión del vulgo respecto a las viviendas de los solteros- modelo de pulcritud y orden elegante.

Miraba yo al vizconde con interés curioso, buscando en su fisonomía la historia íntima del terrible traga corazones, por quien habitaba un manicomio una duquesa, y una infanta de España habían estado a punto de echar a rodar el infantazgo y cuanto echar a rodar se puede. Si no supiese que veía al más refinado epicúreo, creería estar mirando los restos de un poeta, de un artista de uno de esos hombres que fascinan porque su acción dominadora no se limita a la materia, sino que subyuga la imaginación. Las nobles facciones de su rostro recordaban las del Volfango Goethe, no en su gloriosa ancianidad, sino más bien en la época del famoso viaje a Italia; es decir, lo que serían si Goethe, al envejecer, conservase las líneas de la juventud. Aquella finura de trazo; aquella boca un tanto carnosa; aquella nariz de vara delgada, de griega pureza en su hechura; aquellas cejas negrísimas, sutiles, de arco gentil, que acentúan la expresión de los vivos y profundos ojos; aquellas mejillas pálidas, duras, de grandes planos, como talladas en mármol, mejillas viriles, pues las redondas son de mujer o niño; aquel cuello largo, que destaca de los bien derribados hombros la altiva cabeza… todo esto, aunque en ruinas ya, subsistía aún, y a la vez el cuerpo delataba en sus proporciones justas, en su musculosa esbeltez, algo recogida como de gimnasta, la robustez de acero del hombre a quien los excesos ni rinden ni consumen. Verdad que estas singulares condiciones del vizconde las adivinaba yo por la aptitud que tengo para restar los estragos de la vejez y reconstruir a las personas tal cual fueron en sus mejores años.

Gustaba el vizconde de charlar conmigo, y a veces me refería lances de su azarosa vida, que no serían para contados, si él no supiese salvar los detalles escabrosos con exquisito aticismo, y cubrir la inverecundia del fondo con lo escogido de la forma. No obstante, en las narraciones del vizconde había algo que me sublevaba, y era la absoluta carencia de sentido moral, el cinismo frío, visible bajo la delicada corteza del lenguaje. Punzábame una curiosidad, y pensaba para mí: «¿Será posible que este hombre, que para sus semejantes ha sido no sólo inútil, sino dañino; que ha libado el jugo de todas las flores sacando miel para embriagarse de ella, aunque la destilase con sangre y lágrimas; este corsario, este negrero del amor, repito, será posible que no haya conservado nada vivo y sano bajo los tejidos marchitos por el libertinaje? ¿No tendrá un remordimiento, no habrá realizado un acto de abnegación, una obra de caridad?» (“Remordimiento”)

Cuentos de amor está compuesto de 43 piezas cortas —aunque en el índice aparecen 38, ya que hay algunas erratas en la disposición de los títulos de los últimos cuentos— que tienen como argumento principal las relaciones amorosas, o más bien el desamor: amores abnegados, amores apasionados, amores infantiles, amores seniles, celos, infidelidades, traiciones, adulterios… Son cuentos de amor, pero también psicológicos ya que el conflicto amoroso pone de manifiesto aspectos secretos del carácter de sus protagonistas. Ambientados en la sociedad burguesa o aristocrática, muchos están contados por un narrador varón en primera persona que es el protagonista o testigo de la experiencia amorosa. Todos están escritos con la soltura, ironía y gracia castiza habituales en la escritora coruñesa.

Estos Cuentos de amor, creo que sin llegar al grado de profundidad de otros volúmenes de cuentos de doña Emilia, es una colección magnífica que hará las delicias de los aficionados al relato decimonónico.

La reseña original: Cuentos de amor

El libro: Cuentos de amor

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