La hispano-cubana Editorial Verbum reedita la novela Mariel de José Prats Sariol. El acontecimiento motiva esta reseña, invita a su lectura.
Mariel, en su versión definitiva de 2014, se erige como un artefacto literario que trasciende las convenciones narrativas tradicionales para adentrarse en un espacio liminal, un umbral entre la realidad histórica y la imaginación poética. Desde mi perspectiva veo en esta obra un eco distante pero resonante de las grandes voces que han configurado el canon: Cervantes, Shakespeare, Kafka, y quizás, más pertinentemente, Borges. Sin embargo, Mariel no es mera imitación; es una creación profundamente arraigada en su contexto cubano, una meditación sobre la identidad, el exilio interior y la resistencia frente a las fuerzas opresivas del tiempo y la historia.
La barra como ágora y refugio
El eje de la novela, tanto literal como simbólico, es el bar Dos Hermanos, un espacio que Prats Sariol transforma en una especie de ágora periférica, un lugar donde convergen las voces de los marginados, los desarraigados y los sobrevivientes de un mundo en constante deterioro. En el capítulo inicial, “Dos Hermanos”, el narrador, José Bautista Prados (o Joselín, como lo apodan), nos introduce a este santuario etílico con una mezcla de nostalgia y desafío. “Una barra es una resistencia, un disentimiento”, afirma, y en esta declaración resuena una verdad que trasciende lo meramente físico: el Dos Hermanos es una metáfora de la lucha humana por preservar la dignidad en medio de la desolación.
El bar no es solo un escenario; es un personaje en sí mismo, con su “luminosidad parecida a la de esos peces de las últimas profundidades”. Esta imagen evoca a Melville y su Moby Dick, donde el océano profundo es tanto un espacio de maravilla como de terror. Pero mientras Melville busca lo sublime en la vastedad, Prats Sariol lo encuentra en lo pequeño, lo cotidiano, lo aparentemente insignificante. El Dos Hermanos, con su barman Alcatraz —un ser casi mítico en su mutismo—, se convierte en un microcosmos donde la palabra, el ron y el silencio tejen una red de significados que desafían las grandes narrativas de poder.
El exilio interior y la renuncia a la urbe
Joselín, el protagonista, encarna lo que denominaría una forma de exilio interior, un rechazo consciente de La Habana, la metrópoli que lo formó y lo expulsó moralmente. “Ninguna promesa, ninguna tragedia”, dice sobre su decisión de no regresar, y en esta aparente simplicidad se esconde una profundidad existencial que recuerda a Camus y su El extranjero. Sin embargo, a diferencia de Meursault, cuya alienación es pasiva, la de Joselín es activa, deliberada. Mariel, con su condición de “pueblo satélite”, le ofrece un refugio donde la dependencia de la capital no implica sumisión, sino una libertad paradójica: la de estar “de tránsito”, de ser provisional.
Esta elección de la periferia sobre el centro es un gesto literario y filosófico poderoso. Mariel, con su bahía menos contaminada que la de La Habana, sus pescadores y sus “mariniputas”, se convierte en un lugar donde la vida se vive al borde, literalmente y figurativamente. El mar, que Joselín ama “por la vieja leyenda de que cuando se termina hay un precipicio”, es un símbolo de lo desconocido, de la posibilidad de flotar “sin límite, nadar hacia ninguna parte”. Aquí, Prats Sariol dialoga con la tradición romántica —pienso en Wordsworth y su búsqueda de lo sublime en la naturaleza—, pero lo hace con un tono irónico, casi desencantado, que lo sitúa más cerca de la modernidad latinoamericana de un Onetti o un Rulfo.
La Biblia como droga y redención
Uno de los giros más fascinantes de Mariel ocurre cuando Joselín confiesa su retorno a la lectura de la Biblia, un acto que describe como una recaída en “el pecado de la lectura”. Este momento, narrado con una mezcla de humor y seriedad, es un punto de inflexión que eleva la novela a un plano metafísico. El Libro de Josué, con su violencia fundacional y su reparto de botines, se convierte en un espejo deformante de la experiencia cubana: una tierra prometida que nunca termina de materializarse, un ciclo de destrucción y reconstrucción que no ofrece redención definitiva.
La relación de Joselín con la Biblia no es devota en el sentido convencional; es, más bien, una exploración estética y existencial. “A veces es demasiado doctrinal, entonces la abro por otro sitio”, dice, revelando una actitud que podría describirse como herética pero profundamente humana. Este rechazo a la ortodoxia religiosa y literaria lo emparenta con figuras como Whitman, cuya fe en la experiencia individual desafía cualquier dogma. Sin embargo, mientras Whitman canta al cuerpo eléctrico, Joselín se sumerge en el texto sagrado como un náufrago que busca flotar en un mar de palabras.
La gracia del I Ching y la inconclusión
El cierre de la novela, con su invocación al I Ching y el hexagrama Pi (La Gracia), introduce una nota de ambigüedad que es a la vez frustrante y liberadora. “Naturalidad, sinceridad”, interpreta Joselín, y en esta simplicidad encuentra una forma de resistencia contra “las distinciones y vanidades”. La montaña del trigrama superior, que simboliza el Dos Hermanos, sugiere una quietud que no es pasividad, sino una fortaleza ante las tormentas externas. Sin embargo, el narrador también reconoce estar “al borde del abismo”, una tensión que nunca se resuelve.
Esta inconclusión es, en mi opinión, la mayor virtud de Mariel. Prats Sariol rehúsa las parábolas fáciles y los finales redentores, optando por “palabras que flotan” y una narrativa que se fragmenta deliberadamente. “¡Vivan las novelas inconclusas!”, exclama Joselín, y en este grito hay un eco de Sterne y su Tristram Shandy, una obra que también juega con la forma para reflejar la caótica belleza de la vida. Pero mientras Sterne lo hace con un tono juguetón, Prats Sariol lo hace con una mezcla de melancolía y desafío, un reconocimiento de que el enigma —del padre, del destino, de la existencia— es más valioso que cualquier certeza.
Mariel en el canon
¿Dónde situar Mariel en el vasto tapiz de la literatura? No es una obra que busque la grandeza épica de un Cien años de soledad ni la introspección psicológica de un El túnel. Su fuerza radica en su modestia aparente, en su capacidad para transformar lo marginal en universal. Como crítico, diría que Prats Sariol ha creado una obra que dialoga con la tradición sin someterse a ella, una novela que encuentra su lugar en el intersticio entre lo local y lo trascendente.
En última instancia, Mariel es una celebración de la resistencia humana, no en el sentido heroico de las grandes gestas, sino en el acto cotidiano de sentarse en una barra, compartir un trago y conversar con un extraño. Es una poética de la periferia que nos recuerda que, incluso en los márgenes, la vida persiste, irreverente y luminosa, como esos peces que brillan en las profundidades insondables. En un mundo obsesionado por los centros de poder, Prats Sariol nos invita a mirar hacia los bordes, donde la verdadera gracia —la del I Ching, la del Dos Hermanos— aún puede encontrarse.
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