Reseña de Pedro Torres
El JUEGO DE LAS MUSAS de José Vicente Vinuesa

 

Supongo yo que entre las mayores aspiraciones de un escritor —además de la muy improbable de allegar gran número de lectores y hacerse rico— figurará la de conseguir un estilo —en el sentido
amplio del término: el que se le da a la palabra cuando hablamos de la moda, de la música o de la arquitectura— que pueda considerarse propio, inconfundible, capaz de distinguirlo de los demás escritores hasta en una lectura superficial.


Pues bien: es evidente que José Vicente Vinuesa, después de cinco novelas —esta es la quinta, si no he contado mal—, lo ha conseguido. Veamos cómo fijándonos solo en cuatro aspectos.


(1) Mediante el
estilo. Usaba antes la palabra estilo en sentido amplio. La uso ahora en sentido restringido, en el que le da la tercera acepción del DLE, es decir, en cuanto a la manera de escribir. La manera de escribir, de emplear la lengua para fines artísticos y comunicativos, está en Vinuesa plenamente hecha: sirve a sus propósitos con docilidad y eficacia. Se trata de un estilo entre lo coloquial —uso frecuente de las muletillas o tics que son marca de época, tendencia clara hacia la oralidad, incluso cuando interviene el narrador omnisciente— y lo culto: empleo profuso de citas, numerosos casos de intertextualidad que el lector debe desentrañar. Tal mezcla, bien medida y jerarquizada, da lugar a fragmentos de gran brillantez; por ejemplo, el arranque de El juego de las musas.


(2) Mediante los
personajes. Desde el principio, los personajes de Vinuesa son complejos y desconcertantes. Bajo una envoltura costumbrista, se ocultan personalidades de rasgos inusuales, muchas veces oscuros y enrevesados, propensos a la desmesura, a la turbiedad, a moverse en las fronteras delgadísimas que hay entre lo común y lo
extraordinario, y sin escrúpulos para transitar fluidamente entre lo uno y lo otro. Además, el que —y no por accidente sino por decisión
artística— los personajes lleven nombres insólitos contribuye certeramente a remarcar la ambivalencia.


(3) Mediante las
tramas. Las novelas de Vinuesa no son lineales; por el contrario, más bien laberínticas e intrincadas, pues el argumento general, en lugar de quedar delineado nítidamente desde el principio, surge como resultado de subtramas y vericuetos que pueden despistar al lector desatento, pero cuya pertinencia se ve clara al final. Diríamos que, como en la misma vida, el sentido no se alcanza hasta la conclusión. En El juego de las musas —y la anterior, El baile del embustero, con quien comparte abundantes concomitancias— el asunto logra alto nivel de sofisticación porque en uno de los planos de la narración cierto personaje maneja literalmente a los demás como a marionetas.


(y 4) Mediante el
clima o ambiente. No conozco suficientemente a Vinuesa como para decir si tiene una visión del mundo optimista o pesimista. Sí sé que el clima, el ambiente, el tono de sus novelas, es lóbrego, amenazante, dominado por pasiones tristes y placeres de combustión rápida que acaban conduciendo a la frustración. Esta novela parece por momentos un tratado sobre la frustración. Si a eso se le añade que con frecuencia el mundo y los personajes discurren alucinados o estupefactos en lo onírico, en «estados alterados de la conciencia», de las novelas de Vinuesa no se sale indemne ni eufórico. Más bien predomina una sensación de catástrofe, de fin de época, incluso de inquietante distopía.


Ahora bien, más allá de este somero repaso —y difuminándolo un tanto—, en los rasgos que hemos considerado genuinos y distintivos de Vinuesa hay, a la vez, permanencia y evolución, continuidad y perfeccionamiento: unas veces añadiendo, otras quitando, otras matizando, otras profundizando. Un ejemplo muy obvio: en la primera novela, que —pasa a menudo en las primeras novelas— tenía bastante de tanteo, había componentes autobiográficos obvios; después, probablemente haya seguido habiéndolos —en
El juego de las musas acaso tampoco falten—, pero ya presentados oblicua, velada, elusivamente: una presencia que, por sugerida, resulta más estimulante para el lector mínimamente entrenado. También era obvio en las primeras novelas el relieve del sexo narrado muy explícitamente; en esta última, aunque hay sexo y sigue narrado con delectación, ya ni es tanto ni tan explícito, quizá porque el autor —lo apuntaba hace un momento— se ha dado cuenta de que el lector también escribe, es decir, no precisa que se lo den todo masticado. En la misma línea, y así mismo por respeto a ese hipotético lector que también escribe y
porque el propio autor se siente más seguro de sus recursos,
El juego de las musas incorpora innovaciones técnicas de calado que, si bien insinuadas en novelas anteriores, suponen una evolución técnica notable. Señalaré dos: la primera es la superabundancia de «microrrelatos» —así los ha llamado el propio autor— que funcionan como teselas de un mosaico o piezas de un reloj: es el conjunto el que los hace pertinentes, pero cada uno alcanza la delicadeza de las miniaturas. La segunda es la aparición inesperada de un lector que se integra e interviene en la trama de la novela, un lector que nos representa al resto, pero que, con nombre y todo, está perfectamente identificado. Se trata de un recurso antiguo —no hay más que citar a Cervantes—, pero que se atreva Vinuesa a reutilizarlo y que no chirríe dice mucho de su habilidad.


En resumen: he tratado de mostrar que en la trayectoria de Vinuesa como novelista y en esta última novela se aprecian dos tendencias complementarias: el dominio progresivo y cada vez más seguro de las propias herramientas, y la introducción de innovaciones. Lo primero por sí solo podría conducir al amaneramiento; lo segundo por sí solo sorprendería a los lectores. Unidas ambas trayectorias producen el equilibrio al que asistimos aquí. Yo me alegro.


Pedro Torres