Agustín Porras es un infatigable mantenedor de revistas literarias, un poeta a sus horas, y un emocionado escrutador de la vida y la obra de Gustavo Adolfo Bécquer. Y a poco que se le conozca, no puede sorprender que su último libro sea una colección de coplas. Su título, Una eterna despedida, es un verso, aunque amputado, de su admirado compadre Ángel Guinda: “Vivir es una eterna despedida”.

Desde las jarchas del siglo XI hasta nuestros días, la copla ha recorrido un largo camino. Uno de los más acendrados cultivadores, en el pasado siglo, fue José Bergamín. Bajo el título de Canto rodado se publicaron, póstumamente, cientos de ellas, escritas en diversas épocas y lugares, siempre con su pizca de paradoja y abstracción. Y, asimismo, el inmenso Pessoa escribió varios centenares de coplas. En las de Agustín Porras, menos cerebrales que las del maestro Bergamín, siempre late una emoción, alienta un leve lamento o surge una fugaz sorpresa.

La vida, y su correlato, la muerte, son el eje central de la mayoría de estas coplas. Una muerte que se presenta como expectativa, como indudable futuro que nos aguarda sin que sepamos cómo, cuándo ni dónde. Y es esa perpleja ignorancia la que, en ciertos momentos, nos perturba, nos desasosiega, aunque conocer el día exacto de nuestra extinción quizás no nos tranquilizara mucho.

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